sábado, 26 de junio de 2010

SOBRE UN PEZ AMARILLO

El pasado viernes por la mañana mi pez amarillo murió. Estaba viendo la tele cuando lo ví; su cuerpo estaba flotando por la superficie en un agua turbia y verdosa. Me acerqué a la pecera, aún sin creerme lo que estaba viendo. No era el hecho de encontrarme un pez muerto en la pecera lo que me sorprendió sino que ese pez, precisamente ese pez, hubiera pasado a mejor vida.
Mi pez amarillo era algo así como Matusalén, llevaba tantos años en la urna de cristal que nadie sabe exactamente desde cuando esta. Siempre le habíamos intentado buscar compañeros (o compañeras, ¿alguien sabe como se distingue el sexo de un pez?) pero al final los otros acababan muertos y él seguía como pez en el agua.
Uno de esos compañeros era Aletas, ese pez que os hablaba en Diario de un pez; quizás fue ese uno de los mejores amigos que ha tenido en toda su historia: Hacían todo juntos, parloteaban y se llevaban la mar de bien. Sin embargo, Aletas se puso muy enfermo y su vida finalizó. Al final mi pez amarillo siempre acababa solo en la pecera. Pasaban peces y peces, y los otros se marchaban pero él seguía ahí. Quizás siempre por eso adoraba la buena compañía porque sabía que no le iba a durar mucho tiempo. De hecho, con él último pez que le acompañó tuvo especial cuidado: Le empezó a tratar como a un hijo: Iban juntos a todas partes; dando paseos, por ejemplo. Me parecía muy gracioso como iban a comer a la vez o como cuando miraba a la pecera el pezqueñín se escondía detrás del cuerpo amarillento de su padre.
Hace poco decidiomos darle un nuevo compañero, sin embargo la mala suerte pudo con él: También se murió junto con mi pez naranja. El pobre nuevo pez llevaba tan poco tiempo que apenas le habíamos podido poner nombre oficial. Supuestamente mi pez amarillo se llama Zidane pero como no quiero alusiones futbolísticas también en la pecera prefiero llamarle amarillo. ¿Sabéis que él amarillo es un color muy traicionero en el teatro? Quizás para él la vida fuera un escenario las veinticuatro horas del día y se sentía acomplejado por llevar un color de tan mal agüero. Como se creía todas estas mentiras, al final si que ocurrían: Como cuando estás convencido de que te va a pasar algo malo y se hace realidad, vamos. Nada fuera de lo corriente.
Este accidente, en el que murieron mis dos peces, tuvo un causante: El agua de la pecera. Se había vuelto sucia y verdosa. Y, lo más sorprendente, es que habíamos cambiado el agua hace dos días literalmente. No sé que habrá podido pasar exactamente, pero lo que me fastidia es que mi pez amarillo podría haber vivido mucho más porque, a pesar de su edad (que no la sé, ¿he dicho que es como Matusalén?), estaba hecho todo un pezqueñín. Y también, por supuesto, por el otro pez que apenas se había acostumbrado a mi presencia.
En fin, que todo este asunto me ha dado penita. A ver, los que no tengáis peces a lo mejor pensáis que estoy muy triste. No; vamos a ver, tener un pez no es lo mismo que tener un perro o un gato, por ejemplo. Con estos animales empatizas, entonces si le pasa algo malo pues si que te afecta tanto como si fuera un ser humano. Pero con los peces pasa una cosa distinta; no empatizas con ellos pero el hecho de que ya no le vas a poder nadar tan pancho, ni ver como va hacia la superficie en busca de algún resto de comida, pues te da mucha pena. Sobre todo por mi pez amarillo que, como ya he dicho, llevaba muchísimo tiempo con nosotros.
Por eso le voy a echar mucho de menos, y esta entrada va por él.

1 comentario:

Miguel dijo...

¡Dignoo recuerdo de tu pececito! Qué mal que en francés pez se diga casi casi igual que veneno cuando estos tenían tanto de balsámicos, ¿no?